dijous, 11 de febrer del 2010

HOLLY ONE


Us adjunto una altra col·laboració que vaig fer fa uns quants mesos:

Antes de conocer a Holly One mis encuentros con famosos habían sido un desastre: Carmen de Mairena me robó un taxi de madrugada en una calle desierta de Sants, Pocholo me regañó en una discoteca de Alicante por pedirle que pinchara un tema de Metallica que no tenía y un Coto Matamoros malhumorado y aterrador se sentó a mi lado una noche el metro. Tanto miedo me dio aquel tipo, exboxeador y drogata reconocido, que bajé dos paradas antes. Para mí cualquier famoso era una persona extravagante, inestable y pagada de sí misma, hasta esa noche de sábado.

Lo había visto en “Rocco en Barcelona” (When Rocco meets Kelly 2, 1999) protagonizando una secuencia surrealista con una enloquecida y salvaje Kelly Stafford. Le habían puesto unos pañales y simulaba unos berrinches para llamar la atención de Kelly, que acudía de inmediato a darle su merecido. He de reconocer que en su momento, la crudeza de la escena me produjo un sentimiento a caballo entre la estupefacción y la incredulidad. Años después, más curtido y avezado, sonrío al recordar mi candor.

La cuestión es que por entonces celebramos una despedida de soltero en el Bagdad. Mientras comíamos en el Rincón del Artista fui al lavabo a vaciar las cervezas que nos habíamos soplado durante el día. Allí estaba Holly, meando al wáter del lado. “Buenas” dije, y él me respondió con cordialidad: “¿Qué tal?”. “Bien” seguramente respondí yo. Como todos los hombres saben, cuando meas con alguien trabas un lazo especial, un vínculo que no permite que las cosas vuelvan a ser iguales con esa persona. No es cosa de broma: una conversación de lavabo debe ser tenida en su justa consideración. “He visto tus películas, tío” le dije. “La que se rodó en Barcelona, donde haces la escena con la tía loca esa”. Holly sonrío. Recuerdo bien sus ojos almendrados y pícaros. “Te gustó?” . “Claro” contesté. Salimos juntos de lavabo y se lo presenté a mis colegas. Fue recibido con alborozo y enseguida se prestó a dejarse fotografiar. Varios de mis amigos le dieron golpecitos en la espalda sin poder disimular su asombro y franca envidia: aquel tipo de apenas metro veinte había compartido lecho, cual héroe clásico, con diosas con las que los humanos normales solo se atreven a soñar.

Al poco rato se despidió, pues debía cambiarse de ropa. Ya no trabajaba como actor pero aún rondaba por el Bagdad, ayudando en la puerta y donde fuera menester. Acabamos la cena, vimos el espectáculo y salimos dando tumbos rumbo a la sala de fiestas la Paloma. “Eh, chaval” alguien me gritó cuando dejaba el local. Era Holly. “Que os divirtáis” dijo entornando sus ojos saltones. Dos cosas aprendí esa noche: mejor el metro veinte de Holly que los dos metros de muchos imbéciles y, como quizá dijo Confucio (o quizá no), “Cada uno juega con las cartas que le han tocado”. Y en eso Holly One fue un maestro.